Maestras rurales: tres historias inspiradoras sobre el oficio de enseñar

Testimonios de tres maestras rurales del noreste santafesino que cuentan detalles, anécdotas y curiosidades cotidianas de un oficio de dedicación plena.

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El 11 de septiembre se celebró el Día del Maestro.

El 11 de septiembre se celebró el Día del Maestro.

15deSeptiembrede2017a las09:14

No es lo mismo llegar en colectivo o auto a la escuela que caminar cinco horas “en patas” en el barro “desde las seis de la mañana” para llegar a dar clases cada vez que llueve, ni dormir en una cama calentita la noche previa a clases que en la pieza de un destacamento policial cercano o en la colchoneta de una salita de gimnasia de la escuela.

¿Y tener que caminar quince kilómetros sumado a un viaje en lancha por el Paraná para buscar los alimentos para la semana?¿O tener un celular para todo el establecimiento en vez de uno por alumno? Tal como lo cuentan tres docentes rurales del norte santafesino, son entre otras, parte de sus quehaceres cotidianos.

Cercanos al Día del Maestro, revivimos sus testimonios sobre este oficio que es puro amor y dedicación plena.

Julieta, educar en la isla

Julieta Paduan trabajó seis años en la única Escuela rural de la Isla Guaycurú, la Nº 1312, ubicada sobre el Paraná, “a setenta kilómetros por agua saliendo desde el Puerto de Reconquista”. “Nos llevaba dos horas y media en lancha llegar, y como las condiciones climáticas no son siempre favorables para cruzar el río, permanecíamos 21 días corridos allá y 10 días en nuestras casas, eso si no soplaba viento sur que nos impedía salir”, detalla Julieta,   quien era parte de un cuerpo de docentes y un ecónomo.

Por esto, los sábados y domingos también se daba clases “a setenta y cuatro chicos que no faltaban nunca”, cuenta con añoranza sobre esa escuela a la que se la llevó el río en 2008 por la erosión del agua y los vientos. “Desde hace seis años hay una nueva, hecha en el lugar más alto de lo que queda de isla, y ahora está construida sobre pilotes, así que no hay riesgo de inundación”, comenta la docente.

Los chicos, parte de los 300 habitantes de la la población isleña, asistían caminando o a caballo y “cuando eran chiquitos teníamos que ayudarlos a ensillar los caballos y subirlos para que se fueran a su casa solitos”. En cuanto a los recursos con que contaban, sacaban agua de río y la trataban  para decantar la suciedad, y poder potabilizarla y tomarla”, como hacían los lugareños.