Beladrich: el sueño de atender la pulpería de toda la vida y una anécdota con San Martín

“Conozco el mostrador desde que nací”, cuenta, orgulloso, un hombre cuya vida está cruzada por un almecén histórico

Por Leandro Vesco | Agrofy News

“Es un sueño atender el boliche al que venía de chico con mi viejo”, confiesa Matías Fegan, de 36 años, con el codo apoyado al eterno mostrador del almacén Beladrich, en una de las márgenes rurales del Partido de San Pedro, provincia de Buenos Aires. “Conozco el mostrador desde que nací”, agrega para sumar emoción. Su mirada se pierde por la recoleta porción de horizonte campero que se deja ver por una pequeña ventana enrejada, a un costado de las estanterías. “Antes, cuando la cosa se ponía brava, se atendía por ahí”, cuenta. Un caballo, al otro lado de la calle de tierra, lo mira. La pampa argentina en una sola postal.

Almacén Beladrich: el templo de productores y trabajadores

El almacén está ubicado en uno de los vértices de la cartografía de San Pedro, por camino de tierra que nace desde la ruta provincial 191. “Enfrente, ya es Arrecifes”, señala Fegan. Es una esquina solitaria, típica de la campiña bonaerense. Rodeada de campos, la actividad productiva es intensa, y por las calles pasan maquinarias agrícolas, algunas F100 despintadas y caballos con sus jinetes. Gente de trabajo. “Todos paran acá”, sentencia, implacable. La polvareda se aploma en el piso, los gauchos entran y se saludan. “Una de las mejores cosas son los amigos que se hacen”, acuerda. La pulpería, bar o almacén Beladrich es un templo donde llegan trabajadores rurales y productores de la zona, buscando lo que más se valora en estas tierras: la conversación... y el aperitivo.

“La ceremonia sigue intacta. No falla”, afirma Fegan. Se refiere a la melancólica y sempiterna actividad –que tiene el status de obligación- de compartir un aperitivo. “Es fija, y todos los días es lo mismo”, cuenta Matías. El trabajo en el campo es arduo y rutinario. Muchas veces es solitario. “Se viene a buscar el esparcimiento y también la charla, para ver cómo estamos”, describe. El almacén da nombre al paraje. Aunque dicen los memoriosos que siempre hubo boliche. Un hito lo marca a Beladrich, en una de sus paredes un anónimo pintor, bosquejó un dibujo que es un ataque directo al sentimiento nacional: “Por aquí pasó San Martín en 1813”.

La figura del Libertador, a caballo por la esquina, impacta y le agrega prestigio y altura histórica al boliche. Otra historia que vale la pena es la de Matías. Nacido en San Pedro, a 50 kilómetros del paraje, su casa paterna estuvo cerca y con pocos días de vida ya frecuentó al almacén. Era el lugar donde la familia compraba el abasto, un detalle sobresale de entre tantos recuerdos camperos. “Los domingos era obligatorio venir con mi viejo al boliche”, rememora. Luego de una semana de trabajo, ese día era de diversión y encuentro. En la actualidad, sucede lo mismo.

 

“Comencé a atenderlo los fines de semana”, cuenta. Los hilos del destino se estaban alineando. Otros horizontes lo reclamaron al anterior bolichero y sucedió el mejor desenlace. “Me lo ofertó y acepté”, así es como se arreglan las cosas en el campo. “Siento una emoción muy grande, pensar que venía con mi viejo, y ahora que lo atiendo”, resume el sentimiento. De sangre irlandesa y gallega, Fegan es el arquetipo del gaucho. De sonrisa noble y pícara, su mirada es profunda, enmarcada en una boina generosa que baja por un costado de su rostro.

El boliche es amplio, cómodo, como suelen serlo, de grandes dimensiones, sobra espacio. Un mostrador brillante, de madera, lo recorre casi en su totalidad. Las estanterías alcanzan el techo, las decoran botellas añejas, las más antiguas se ubican en lo alto, cerca del cielo. En el Olimpo, las etiquetas de cinco décadas hasta la actualidad, bajan. El orden de precedencia es natural. Es posible entender la cultura rural a través de estos detalles. Fideos, yerba, galletitas, pan y fiambre, completan la decoración. Algo atrae al curioso: la venta de alfajores con sabor a vodka y a fernet.

 

Una mesa de pool y un metegol, son las plataformas de juego del boliche. Una mesa tiene naipes y porotos, mus o truco, el menú adicional. Una cancha de bochas ubica los puntos cardinales de la diversión. No hay señal telefónica, ni datos, Internet es un invento que no ha llegado al Beladrich.

“Si me piden, hago comidas”, aclara Matías. Asado, lechón, cordero. El menú es nacional, y el de costumbre. La felicidad se completa con el encuentro. Cosas simples: carne, fuego, una tabla con salame y queso, vino de mesa y soda. “Me gustaría poder recuperar los bailes de antes”, confiesa Matías. A pocos metros del almacén, está el Club Universal, un edificio que tiene el diseño propio de aquellos centenarios, una platea con mosaicos exterior, para asegurar una pista de baile al aire libre y un interior soñado: del techo cuelgan cientos de banderines de colores, y un escenario, todo de pinotea. “Se llenaba de gente”, recuerda Matias.

Los dos habitantes del paraje

El censo es fácil en el paraje, hay dos habitantes: Matías y su abuela, Gladys Vera, de 83 años. “Soy feliz acá”, resume sus días en esta esquina donde se trasladan las historias y el desafiante pampero. Recuerda su niñez, nació en Lincoln. “Nos mandaban a la escuela a caballo, teníamos que cruzar una laguna, el agua nos llegaba al pecho, fuimos hasta segundo grado y dejamos”, cuenta. “Me acuerdo del viento, nos tumbaba”, recuerda. Luego vino el trabajo y la propia vida rural. Hace 40 años que es viuda, cría gallinas y gallinetas, algunas vacas y lo acompaña a Matias. “El almacén le da vida al barrio”, confirma. Es llamativo el uso de esa palabra en un entorno inmenso, casi deshabitado, aunque siempre con mucho movimiento. Cosas del campo.

Al almacén es un atractivo turístico de la zona. Inevitable no caer en su hechizo. Aquellas ceremonias que aquí son naturales, como la de compartir un aperitivo, una picada, la charla, sentarse en la galería y ver el horizonte indomable y sentir la fresca en el rostro, son señales deseadas en tiempos de pandemia. Santa Lucía está a 21 km y Pueblo Doyle a 14 km, son los pueblos más cercanos y muchos vecinos de ambos, más turistas son los parroquianos que visitan al Beladrich.

“Me llamó la atención la cantidad de gente que va, lo vivo que está el almacén”, afirma Nora Mouriño, actriz y directora de teatro que tiene su casa en Santa Lucía. Cuenta su experiencia, que es el resumen de varias. “Llegamos a través de caminos de tierra donde sólo hay campo, y de repente ves esa esquina, con tanto movimiento”, afirma. “Pedimos un aperitivo, y una picada, presentada como si fuera en mi casa, todo muy casero, son muy amables”, sostiene. “Te hacen sentir que formas parte de toda esa historia”, acuerda. “En estos espacios está la memoria de los pueblos”, sostiene Mouriño. “Es muy importante que sigan abiertos”, concluye.

“No cambio por nada en el mundo esta vida: acá soy feliz y tengo lo que todos buscamos: paz y tranquilidad”, asegura Matías. Los temas de la ciudad no llegan hasta el mostrador del Beladrich, el campo y sus señales se dejan ver en las charlas de aquellos que llegan para compartir la soledad. La cosecha, cuándo lloverá, el estado de los caminos y la organización de algún asado para el próximo fin de semana. “Nuestras cosas”, define Fegan. En el Beladrich, los problemas del mundo no tienen lugar. 

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