San Francisco: el boliche de adobe con la mejor cocina de inmigrantes y los secretos del “Vermut Coltri"

En el corazón del paraje La Paz Chica, en el Partido de Roque Pérez, ya van 90 años de encuentros e historias únicas

Por Leandro Vesco | Agrofy News

“El almacén se creó con un sentido comunitario y una necesidad de la familia rural”, afirma Samantha Krause, a cargo del Almacén “San Francisco”, en el corazón del paraje La Paz Chica en el Partido de Roque Pérez. Una particularidad lo vuelve ostensiblemente especial: está hecho de adobe, las manos de los vecinos lo modelaron para tener un lugar donde encontrarse y compartir un plato de comida, una mesa de naipes y una copa de vino. “Tiene un profundo espíritu social”, agrega Krause. Casi 90 años después de su inauguración, continúa generando encuentros e historias.

Los productos que definen al Almacén de "San Francisco"

“Queremos recuperar la identidad bonaerense”, manifiesta Samantha. No es poco, las herramientas que usan son genuinas y acertadas. “Sería más fácil para nosotros abastecernos de productos industriales, por costo y comodidad, pero elegimos apostar por el plato local, y para hacerlo buscamos productos y productores locales”, señala. Entonces la oferta gastronómica del boliche lee el mapa productivo roqueperense, y lo hace de la mejor manera: se nutre de lo que tiene cerca, que en este caso es mucho. “Nos definen dos productos: el cerdo y la familia del zapallo”, afirma Samanta, y no está sola: todo lo hace junto a su pareja, Martín Parzianello. La comunión no puede ser más perfecta.

Un dato más suma, la presencia italiana en todo el paraje. Descendientes de los pioneros en trabajar estas tierras, las pastas caseras son un emblema en La Paz. Los fines de semana, cuando abre el boliche, demuestran por qué la cocina hecha con amor y respeto por los productos y las recetas de los inmigrantes tiene éxito, las bondiolas y los raviolones de calabaza que preparan son monumentos gastronómicos. “Nos divierte cuando se habla de alimentos kilómetro cero. Fue la manera en la que siempre se trabajó en el campo”, reflexiona. El menú se completa con frutos de la tierra: chacinados, quesos y dulces, todos de producción local. La bandera acá es defender el sabor del paraje. Todo huele a La Paz.

“Siempre compramos productos de estación”, aclara Samanta. Afortunadamente, la estación que se impone en el San Francisco es prolongada en su calidad, y en la abundancia. En el mostrador se plantea un mensaje: mantener la tradición, entonces los paisanos se entretienen  con sus aperitivos y una tabla de bondiola, queso y pan casero. A un costado, una mesa con libros señala la incorporación de la lectura en la ceremonia y a un lado, frascos con conservas y botellas de aperitivos de autor. “Es nuestra identidad”, resume Samanta.

La historia del almacén es un pilar para entender por qué "el San Fra", cómo se lo llama cariñosamente, se apoya en lo comunal, en la pura tradición, en las costumbres de tierra adentro. Sucedió en el paraje La Paz Chica un fenómeno de manejo territorial revolucionario. A principios del siglo pasado llegó de Ancona Pedro Coltrinari. Vino sin nada y pronto, a fuerza de trabajo, hizo fortuna. Compró tierras en lo que hoy es La Paz Grande (el paraje vecino) y La Paz Chica, dividió la tierra en chacras y llamó a sus paisanos para que las trabajaran. “Les arrendó las tierra dando trabajo a muchas familias”, explica Samanta. Este gen del esfuerzo y el hacerlo entre todos sostiene aún el paraje y es la base del nacimiento del San Francisco.

1933 es el año en el que se puede datar la fecha en la que se comenzó el boliche de adobe. No hay certeza de su finalización. Se habla de 1936. Había cosas más importantes que estar atentos a una fecha. Siempre se aprovechó lo que se tenía a mano. Acá era simple: había precisamente manos y tierra, entonces la clave fue juntarse, hacer alguna carne al asador, descorchar una damajuana y embarrarse para levantar el boliche. Es un caso único, no hay dos. A fuerza de sonrisas y encuentros, las familias del paraje La Paz tuvieron el almacén. Su origen lo determinó. “Siempre fue muy festivo y deportivo”, afirma Samantha. Llegó a tener una cancha de fútbol.

 

“Se hacían campeonatos de bochas y paraban carpas de circo”, cuenta. El circo de los hermanos Podestá paraba a un costado para representar un clásico: Juan Moreira. Entonces el San Francisco ofició como parada obligada y base para el entretenimiento. Ubicado en una esquina donde se cruzan los caminos rurales que llevan a otros parajes y pueblos, como Ernestina, conocido por tener un teatro hecho con los mejores materiales de los primeros años del siglo pasado. El movimiento no sólo era el del mostrador del boliche, sino que había un afán cultural. Había pulpería, pero también arte. “Coltrinari entiende que el paraje necesita un cine y un club”, señala en esta sintonía Samantha.

En el mismo año que se comenzó a construir el almacén, se levantó el Cine Club Colón, en la actualidad el único cine rural en funcionamiento, y en el pasado, uno de los pocos, está a menos de 1000 metros. Dice el mito campero que lo hizo un solo obrero italiano de apellido Mangalardo. El tano no se asustó con el trabajo e hizo un cine soñado. “Nuestra identidad tiene que ver mucho con lo cultural”, reafirma Samantha. Almacén y cine están hermanados y antes o después, la costumbre sugiere sentarse en la mesa del boliche y esperar la bondiola y el aperitivo. “Trabajamos con clientes que ya son amigos de la casa”, señala Krause.

El almacén tiene el piso con un susto de cemento, que sigue el dibujo del terreno, pero se ve la tierra, dato simbólico. Las estanterías, altas y gloriosas. Un sector de ellas, con docenas de cajones. Vasos, botellas, una bandera federal y una vitrina donde están expuestos los típicos quesos bola de campo, con algunas piezas de bondiola, unas damajuanas y un foco histórico que ilumina con mucho esfuerzo las paredes ocres gastadas por las madrugadas. Es clásico y emociona.

Ayer como hoy, la familia Coltrinari ha estado presente. “Soy productor de aperitivos”, afirma orgulloso César Coltrinari. Su tío abuelo fue quien mandó a construir el cine, y también la cantina que atiende con mucho corazón. Su historia vale la pena conocerla. Se crió en el paraje, en el campo familiar, escuela y amigos, su infancia la pasó entre almacenes y jugar a la pelota al aire libre, correr entre los maizales y soñar despierto en siestas eternas. “Quise que recuperemos las viejas ceremonias, como la de tomar un aperitivo”, afirma. “Era religión: mi padre siempre iba al almacén para tomarlo, mientras nosotros nos quedábamos jugando afuera tomando alguna gaseosa”, recuerda. Tuvo una idea: hacer su propio aperitivo.

“Hago un aperitivo roqueperense”, aclara. Usa hierbas que se encuentran en el propio paraje, como la  manzanilla, cedrón y carqueja entra otras. Logró concentrar en una fórmula que tiene 75% de vino y 25% de hierbas, un Vermut que se impone no sólo en el almacén San Francisco, sino entre en los cultores de esta bebida. El “Vermut Coltri” agrega un contenido más localista a la vivencia del almacén. No hay sabores ni aromas foráneos. “Nunca se debió perder la ceremonia del aperitivo”, repite Coltrinari. Se tomó enserio su desafío, logró hacer un producto original que les gana en preferencia a las marcas conocidas. “Es un gusto típico nuestro, un aperitivo clásico, pero con una impronta de nuestra tierra”, resume. Los que van a la cantina del Cine Club Colón o al San  Francisco, lo eligen. La experiencia de esta manera es completamente genuina.

“Es un ritual, los domingos almorzar en el San Francisco”, afirma Miriam Valenzuela, otra de las protagonistas de este renacimiento del paraje La Paz. Es propietaria junto a su esposo de “Ñacurutú”, una hostería de campo que está en el propio paraje y que permite a los visitantes fantasear con seguir viviendo esta hermosa historia rural de reivindicación de la identidad y los aromas de Roque Pérez. La hostería es un complejo de cabañas muy cómodas dentro de un terreno en donde abundan los árboles y comodities camperos: los visitantes pueden cocinar con una cocina a leña, como la vieja usanza. También hacer leer libros de una biblioteca con títulos en sintonía con el entorno, comprar productos regionales y bañarse en un jacuzzi ubicado en una habitación vidriada con vista directa al lugar exacto donde el sol descansa al atardecer.

“El San Francisco ha sabido mantener la riqueza cultural, y el patrimonio gastronómico”, afirma Valenzuela. Los fines de semana, el mismo impulso que llevó a levantar este almacén con manos y barro, continúa promoviendo el encuentro y la alegría. “Volver a los vínculos, recuperar nuestro identidad, apoyar lo local”, reafirma Samanta. Las banderas del San Francisco son fuertes y suenan a una épica: la de proteger las tradiciones y dejar en claro que hay almacén para rato. 

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