Quiñihual: la historia de Pedro Meier, el pulpero y único habitante de un pueblo fantasma

Tiene 65 años y es el encargado de un boliche de más de un siglo

Por Leandro Vesco | Agrofy News

“Me he quedado solo, todos se fueron”, confiesa Pedro Meier (64 años) desde el mostrador de su boliche de 130 años de antigüedad en Quiñihual, en las márgenes serranas de Coronel Suárez. Como un iceberg rural, el boliche se destaca a lo lejos en un pueblo fantasma. Es el único y último morador de una localidad que llegó a tener 700 habitantes. Pero su soledad es compartida por puesteros y gauchos, y en los últimos años turistas, que todos los días frecuentan su almacén. “Mi misión es la de abrir y estar acá cuando lleguen, es muy importante que encuentren al almacén abierto”, afirma con el peso de un manifiesto criollo.

Aún hay vida en Quiñihual

Muy poca gente puede encontrar este boliche. El pueblo, desaparecido, no figura en muchos mapas. “El que lo quiere encontrar, lo encuentra”, afirma. Alto, histórico, señorial y muy bien mantenido, el almacén es el punto de encuentro de los solitarios que trabajan en estancias que están tierra adentro. Quiñihual tuvo club, tres trenes de carga y dos de pasajeros que paraban en la estación, escuela, club y muchos comercios. “Son lindos recuerdos, había mucha gente, nos saludábamos todos”, asiente Pedro. El cierre del ramal y el progreso del agro, fueron golpes de gracia para el pequeño pueblo. Pero no todo es remembranza, el boliche está vigente y es la única prueba que aún hay vida en Quiñihual.

La ecuación en simple: fueron 700 habitantes, sólo queda Pedro. El almacén hace 130 años que está abierto, ayer y hoy, es el único espacio donde se pueden comprar provisiones. Yerba, salsa de tomate, fideos y un bien muy preciado tierra adentro: pan fresco. Por supuesto, antes de llevar el pedido, los parroquianos disfrutan una cerveza fresca, una caña quemada o un aperitivo. “No me siento solo, los muchachos siempre vienen”, afirma Pedro. El boliche es la primera y última esperanza en Quiñihual y una amplia región.

El pueblo quedó despojado de todo. No hay electricidad. Pedro tiene un generador. La señal telefónica es una quimera, muchos menos internet. “Estoy acostumbrado a no usar el celular”, afirma. Compró un amplificador de señal, pero se encaprichó y le anda mal. No hay manera que el siglo XXI entre al pueblo. “A veces en un rincón de la cocina llega señal”, agrega despreocupado Pedro. “Lo dejo en ese rincón  todo el día y a la noche si es que hay suerte, puedo ver mensajes de texto”, asegura. No hay apuros para eso, el que quiere verlo, viene. Así son las cosas en el campo. Y lo vienen a ver varios.

“Si me avisan con tiempo, preparo asado”, aclara Pedro. Su solitaria resistencia produce magnetismo, se ha convertido con los años en un personaje de estas irredentas tierras serranas. Quiñihual está a 40 kilómetros de Coronel Suárez y a 15 de Coronel Pringles, a un millón del resto del mundo. Su vecino más cercano está a 5 kilómetros, el tren dejó de pasar en 1995, y desde entonces, “el pueblo se fue muriendo de a poco hasta que quedé solo”, afirma. “Hace 55 años que estoy en el almacén”, aclara. Su familia lo compró a principios de los años 60. “Era lindo tener un pueblo, y desde chico ayudábamos a atender”, afirma.

Entonces el almacén –y el pueblo- eran un mundo de gente. Estaban los bolseros que estibaban el cereal, los productos de un país que crecía a fuerza de manos de inmigrantes. Abrían a los siete de la mañana. “En invierno entraban temblando de frío buscando una copa de ginebra para empezar a trabajar”, recuerda Pedro. El almacén llegó a ser distribuidor oficial de Coca Cola, lo que da la perspectiva del volumen de vente que había. “Había que ayudar”, resume Meier. A los nueve, comenzó a fraccionar yerba, azúcar y harina en paquetes de dos y cinco kilos. No daban abasto.

“Para los doce ya atendía y también jugaba al fútbol en el equipo de los mayores del club”, afirma Meier. Un muchacho con esa edad estaba en la puerta de la adultez en esos años.

“Papá nos decía que teníamos que ser buenas personas, honrados y trabajar”, recuerda esas sentencias que los padres proclaman y que educan  durante toda la vida a los hijos. “Si algo no es tuyo, ni lo toques”, agrega para sumar a las clases de la escuela paterna. “Mamá acá hacía todo, la crema, el queso, la manteca, todo”, afirma. El almacén, inmenso y precioso, es un edificio con muchas habitaciones que evidencian un pasado con mucho movimiento. La estafeta postal, una caja fuerte donde se guardaban las enormes sumas de dinero que el almacén generaba: eran otros tiempos.

 

“Quieren oír historias de cuando había gente y cómo hago para vivir solo”, se refiere a la numerosa cantidad de visitantes que recibe. “A veces tengo que ir al pueblo, pero enseguida extraño”, se confiesa. “Tengo mucho trabajo”, condiciona y la mirada se le pierde en el horizonte que se ve por la ventana al lado del mostrador. Tiene vacas, animales de granja, quinta y chanchos. “Aprendí a cuidar lo que tengo, y cuido mucho a mis animales”, sostiene abriendo su corazón. Pedro es un hombre de sentimientos nobles.

“Estos espacios se han resignificados y ahora abren sus puertas al turista”, afirma Julieta Colonnella, a cargo del programa de turismo rural de Cambio Rural de INTA. “Estos boliches de campo son destinos personalizados que son deseados por turistas que quieren una propuesta especial, vincularse con la naturaleza, con la identidad de una pequeña comunidad, el intercambio cultural”, agrega. ¿Cómo es vivir solo, cómo es el almacén del pueblo de un único habitante?, pero también la experiencia completa: tomar un aperitivo, sentarse a comer un asado en un espacio que tiene 130 años y que no ha cambiado.

Existe mucha curiosidad por oír historias en estos lugares solitarios. Quiñihual tiene el encanto de haber sido y hoy sostenerse por la perseverancia de un solo hombre que atiende el mismo almacén hace casi 60 años. “Venir al almacén de Pedro tiene un atractivo emocional, entra a jugar la nostalgia, la familia busca destinos así”, afirma Colonnella.

“Conocí las pulperías, y es hermoso ver cómo al almacén de Pedro se ha conservado tan bien”, sostiene Juan Garbarino, productor ganadero de Piñeyro, un pequeño pueblo del distrito, fue mayordomo de estancia durante gran parte de su vida, ahora cría terneros. Tiene una chacra de 30 hectáreas que fue del abuelo. Conoce el espíritu rural. “Tengo gallinas, ovejas, quinta. Lo que comemos en casa, lo producimos todo, a eso habría que volver: a las viejas costumbres, las heredé de mis padres y abuelos, producir nuestros propios alimentos”, resume.

En el boliche de Quiñihual, se reviven aquellas tradiciones de soberanía alimentaria. La picada de Pedro no tiene rival. Él mismo hace el salame. El mostrador es fiel confidente. Cuando cae el sol y se recuesta detrás de las sierras, por el curtido camino rural van llegando los gauchos a culminar el largo día para festejar la amistad. “El ferrocarril no pasa más por el pueblo, pero el almacén de Pedro sigue abierto”, sentencia Garbarino. La ceremonia se hace con frío, calor, lluvia o helada. ¿Qué hacen estos silenciosos habitantes de estos caminos en el boliche?: “Hablamos, nos acompañamos”, afirma Pedro.

 

 

 

 

El generador se prende y carraspea. La única luz que se ve, nace y se reproduce calma por la serranía desde el salón del almacén. Quiñihual es un faro en medio de la absoluta oscuridad. El almacén de Pedro, atrae y protege. “Sé que tengo que estar acá recibiendo a la gente, poder conversar: esa es la alegría más grande”, concluye el único y último habitante de Quiñihual.

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