Asistencia perfecta a la pulpería: el hombre que hace 58 años toma su aperitivo a la misma hora
Se trata de “El Flaco” Errazquin, que con 72 años es el cliente más antiguo de la histórica pulpería Mira Mar
Por Leandro Vesco | Agrofy News
“La pulpería es una pasión, no lo puedo explicar de otra manera”, confiesa Juan Carlos Urrutia, cuarta generación de pulperos que tiene a cargo una inclaudicable tradición: abrir todos los días como desde 1890, la pulpería Mira Mar, en los cuarteados caminos de Bolívar (provincia de Buenos Aires). “Por todo el trabajo que hicieron mis padres, siento orgullo cuando abro las puertas”, sostiene. Rodeada de una isla de árboles, sostenida por un fiel ejército indefenso de solitarios y leales amigos de los silencios y las sonrisas, Mira Mar es animosa protagonista de un tiempo que resiste y se niega a desaparecer ante la modernidad. “Vivimos en otro mundo”, manifiesta con imbatible alegría Urrutia.
“Acá no hay señal, los teléfonos no molestan”, advierte. Todos los que entrar, lo hacen sin ellos. Primera indicación de estar en un lugar distinto con códigos propios, una buena señal. Es mediodía, antes de entrar a la natural ceremonia del aperitivo, la charla es una obligación. “Ahora sí, dame un Gancia”, agrega Ricardo Urrutia, tambero y nacido en el paraje. Las miradas dicen todo, es poco lo que se tiene que explicar. “No es lo mismo tomarme este aperitivo en mi casa, en la pulpería, con los amigos, tiene otro sabor”, afirma Urrutia. Misterios de tierra adentro.
La ceremonia tiene la importancia de una liturgia. La rutina no pesa, forma parte del hechizo. La secuencia es siempre igual, con el vaso en la mesa, Juan Carlos corta pan. Ricardo presenta un salame de elaboración propia, a consideración de los presentes. Se siente el nerviosismo y se espera la crítica, que no tarde en llegar: “Está bueno”, aprecia Ricardo “El Flaco” Errazquin, con 72 años es el cliente más antiguo, desde que tiene memoria frecuenta la pulpería. Hace 58 años (desde los catorce) que dos veces por día a la misma hora, concurre. “Tiene asistencia perfecta”, advierte Juan Carlos. Una silla, al lado de las rejas, es la suya. “Nadie la puede usar”, agrega.
Con la aprobación del salame, el tambero respira tranquilo, estas son cosas serias. Deja su faca al lado de la tabla con la factura de cerdo. Un mazo de naipes tienta a los parroquianos. “Vamos a jugar un Mus”, invita Silvia Di Palma, esposa de Juan Carlos. La dinámica es simple y gaucha, se encienden los cigarrillos, recargan los vasos y la partida comienza, el calendario pierde validez. “Acá estás afuera del mundo”, apresura a reconfirmar el pulpero. En el fogón están ardiendo maderas. Enseguida, en el mostrador aparece un costillar, el vacío, los chorizos, la tripa gorda y los chinchulines. “Es un asado simple, para nosotros nomás”, se ataja. El temprano aroma a la carne y achuras asándose, se unen con los sabores propios que germinan desde las estanterías, entonces el culto a la amistad y a las buenas historias se consuma.
“Los huevos de toro son muy ricos, pero hay que saber hacerlos”, afirma Silvia. Da una receta: al disco, con crema y cebolla. “El Flaco”, en cambio, que tiene incontables yerras en su vida, niega con la cabeza. “A la criadilla la tenes que cocinar al rescoldo, a las brasas, es un manjar”, agrega. “Le damos mucho valor a la amistad, compartir un pedazo de carne, charlar sobre lo que pasó en la semana, nuestras cosas”, confiesa Juan Carlos que coordina toda esta ceremonia, detrás del mostrador. Por el camino, pasan maquinarias agrícolas. “Hay trabajo en el campo, siempre”, agrega. Algunas bicicletas con viajeros, paran y aprovechan la pulpería para sacar fotos y comprar provisiones para seguir viaje tierra adentro.
La pulpería Mira Mar es el esfuerzo de la familia Urrutia, y del empecinamiento de Juan Carlos de continuar con el legado de su bisabuelo Mariano, que llegó de España de un pueblito a orillas del Mar Cantábrico. Corría el año 1882, y construyó una pulpería en el paraje La Colorada, a unos ocho kilómetros. Propio de aquella época, con trabajo, pudo comprarse enseguida 30 hectáreas y trasladó la pulpería a la ubicación actual. En 1890, abrió sus puertas. Había una laguna enfrente, con el alba, y el reflejo del sol, le recordaba al mar, y se quedaba mirando ese efecto, sentimental ilusión. “Mira Mar”, así quedó el nombre de la pulpería y del paraje. “Hace 131 años que estamos abiertos, y siempre los Urrutia”, confirma y alza la bandera.
“La gente queda sorprendida por la historia y por la cantidad de años que está abierta”, cuenta Juan Carlos. Acaso una de las mejor conservadas, Mira Mar gambetea los almanaques y nos deja ver cómo eran las primitivas pulperías que marcaron la historia del país. Un gran salón rectangular, con un inmenso mostrador de madera, en cuyo extremo se corta por rejas originales que protegían al pulpero de pleitos y gauchos iracundos. Una marca en un barrote llama la atención. “Es la que dejó una faca en una pelea”, asegura.
En ambos costados, las paredes presentan altas estanterías donde se pueden ver elementos centenarios, restos de un pasado que resiste y reclama existencia. Toda Argentina está resumida en botellas de vinos perdidos, cañas, licores que ya no existen y aceites, latas de galletitas, pimentón, paquetes de yerba. “Estamos afuera del mundo”, repite Juan Carlos. Tiene razón.
“Acá tenemos una vida tranquila, y a diferencia de la ciudad, acá trabajamos, somos tamberos”, proclama Ricardo. “Comencé a venir el 13 de julio de 1956, y hasta hoy, no fallo ni un solo día”, manifiesta. Vive a pocos metros, en un campo vecino. Mientras habla, apura un aperitivo. “Nos hacemos compañía”, afirma. La simpleza de la descripción, explica el hechizo y tal vez descifra el misterio de la necesaria presencia de un lugar así en medio del mar de soledad. “Hablamos de la producción”, aclara. Su día arranca temprano, pero al mediodía y a la tarde, se hace tiempo para la pulpería. “Qué te voy a decir, esto forma parte de nuestra vida”, concluye.
“La pulpería es una reliquia, hay que cuidarla”, justifica “El Flaco” para argumentar un record: de los 72 años que tiene hace por lo menos 58 que va dos veces por día a tomar un aperitivo. “Es un reloj, once y media y seis de la tarde, no falla”, sostiene Juan Carlos. “El Flaco” camina por la pulpería como si fuera su casa. Se sienta en su silla, afirma su postura agarrándose de la reja y fuma. Llueva o truene, este personaje ejemplifica la lealtad del gaucho con su entorno. Vive enfrente y en los días en los que se inunda el camino, acomoda un tablón para cruzarlo y practicar su religión: tomar su aperitivo. Es muy devoto.
“Tomo la Mezcladita”, advierte con una sonrisa pícara. ¿Qué tiene esta fórmula propia?: caña Palanca y Fernet. Sólo toma dos copas. “Sino se me va la mano, y no es la intención”, asegura. Al caer la tarde, la escena se repite. “Pero a la mezcladita, le agrego un chorro de agua”, confiesa. Fue tambero, desde los once años, ordeñó a mano. Acostumbrado al trabajo y a la soledad, recuerda los días en los que el paraje era un hervidero de gente. “Toda mi vida la ha pasado acá, algunos amigos ya se me han ido, quedamos pocos”, confiesa. En su conducta, se deja ver el corazón de la pulpería. “Es nuestro lugar de encuentro, somos una familia”, concluye Juan Carlos, mientras ofrece el asado en una tabla. Las sonrisas de esta hermandad de hombres son la resistencia que vuelve a la pulpería una reserva de humanidad.
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